El infierno de los monjes copistas
<<Si
alguno se lleva este libro, que lo pague con la muerte, que se fría en una
sartén, que lo ataquen la epilepsia y las fiebres; que lo descoyunten en la
rueda y lo cuelguen>>
Una de tantas frases que los monjes escribían en
los márgenes de los códices medievales. Todos los lectores hemos pensado más de
una vez lo agradable que sería vivir rodeado de libros; los escritores, por
otra parte, con el olor a tinta y papeles viejos esparcidos por todo el lugar,
impregnando ese aroma tan característico que a todos encanta.
Antes de la imprenta, el tema de la reproducción de
libros era un verdadero problema, mucho tiempo fue ignorado, bastaba con
conservar las obras originales. Fue durante la transición del periodo clásico
hacia el principio de la Edad Media que la iglesia católica comenzó a
preocuparse. Con la caída del Imperio Romano de Occidente (476 d. C.) los
ataques bárbaros se intensificaron.
La ola de violencia, que atentaba contra la paz
europea, dejó un camino lamentable para los habitantes: se perdieron vidas
humanas y se detuvieron muchas de las actividades de subsistencia para los
pobladores. La destrucción también llegó hasta las pocas bibliotecas que había
en la época, perdiendo así, documentos y escritos de inmenso valor cultural.
El primer monasterio que tomó cartas en el asunto
fue el de Vivarum, al sur de Italia, fundado por Casidoro, quien fue el
equivalente a primer ministro del rey godo, Teodoro el Grande. Él mismo, en su
intento por preservar la cultura escrita, fundó lo que se considera el primer scriptorium:
nombre que se le dio a los lugares destinados en que los monjes copistas harían
su trabajo.
<<Tres
dedos escriben, todo el cuerpo sufre>> es otra frases encontrada en trabajos de copistas. Los monjes
enfrentaban desde el frío y hasta las incómodas posturas que debían adoptar, a
veces, teniendo que escribir sobre sus rodillas en el suelo, línea tras línea,
hasta que la desesperación se apoderaba, inevitablemente de ellos. Cuan débil terminaría su espíritu luego de
varios meses o incluso años, copiando las obras que hacían fila frente a sus
plumas que, incluso, se han encontrado frases en los códices con dos únicas
palabras que si logras imaginar lo que ellas encierran, te dejará sin aliento:
<<tengo frío>>
Los libros eran copiados generalmente en pieles de
ternera que pasaban por un sencillo procedimiento: las pieles eran lavadas y se
dejaban remojar durante diez días en una mezcla de agua con cal. Luego de éste
tiempo eran lavadas nuevamente y raspadas para eliminar los rastros de pelo y
por último se alisaba con yeso y piedra pómez. Tan solo un libro de unas 340
páginas, requería de 200 pieles.
Estos libros eran una verdadera obra de arte, no
sólo por el copiado a mano, sino por todo lo que involucra. Aunque para ese
entonces las plumas de metal ya existían, los monjes preferían un objeto más
tradicional, así que elaboraban su propio cálamo. La punta de una pluma de
ganso, o alguna ave de gran tamaño, era
sumergida en agua y luego calentada para endurecerla; una vez alcanzada la consistencia
que el monje deseaba, entonces se tallaba para otorgarle el grosor que era
necesario para el trazo.
Las páginas en blanco eran maquetadas una por una,
con pequeñas incisiones, hechas por navaja, que marcaban los lugares destinados
para texto e imágenes, así como los espacios de margen. Para escribir, los
monjes necesitaban la pluma, un raspador, tinta y colores para iluminar: con la
mano derecha sujetaban la pluma y a la izquierda le correspondía el raspador,
con el que corregían pequeños errores de trazado y alisaban las imperfecciones
que quedaban en las hojas.
Gracias a aquellos monjes anónimos tenemos gran
parte de la historia clásica en nuestras manos. No sé qué pienses, pero con
imaginar las frías paredes de la abadía y el eterno silencio de los otros
monjes que valientemente sufren sin mediar palabra, aquellas frases que nos
regalaron parecen gritos desesperados clamando piedad. Piedad de la que sólo
eran complacidos, momentáneamente, cuando llegaba la noche.
¿Qué piensas tú? ¿Crees que fuera un privilegio
para los monjes más cultos formar parte de los copistas o más bien, podría ser
un castigo para los de menos gracia para el Abad? ¿Aún piensas que sería buena
idea pasar rodeado de libros y tinta el resto de tu vida? Sea cual sea tu conclusión,
me gustaría leerla en la caja de comentarios.
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